martes, 6 de febrero de 2024

Hipólita (cuento)

Cuando desperté, Hipólita aún dormía a mi costado, con esos aires de diva que tenía siempre cada mañana en que yo me preguntaba si sería la última. Las piernas abiertas, el semblante relajado de quien se sabe dueña de tu vida entera, después de esa extraña comunión que parece más una guerra a muerte entre dos bestias salvajes dispuestas a arrancarse las entrañas.

    Compartíamos el mismo lecho desde hacía un año, cuando me mudé a la calle Saint Germain, al edificio 223, en ese vecindario lleno de extranjeros sin un centavo. Todos nos moríamos de hambre. Yo había llegado a ese lugar en uno de mis arranques de rebeldía; había dejado la casa paterna, donde la opulencia de la burguesía y sus falsos modales terminaban por hacerme vomitar bilis a borbotones. 

    Vivía en el piso 16, en un cuartucho que se caía a pedazos, el baño compartido con un viejo que tenía problemas de incontinencia y una mujer que, por alguna razón, siempre andaba en cagaleras. Pero tenía una gran ventana. Una gran ventana desde la cual me gustaba observar a la gente y tratar de adivinar sus pensamientos. Hipólita se burlaba de mí. Ella prefería jugar a hacer grandes bolas de saliva para luego aventárselas a la frente y esconderse mientras aquel desconocido le mentaba la madre al cielo, sin saber de dónde venía aquella tremenda masa de baba viscosa.

Yo no sabía bien por qué me gustaba Hipólita, si éramos tan diferentes… Yo, con todas mis extravagancias, pintaba como un sujeto refinado y citadino; ella más bien era un alma completamente rústica, libre de las normas típicas del mundo civilizado, como un animal salvaje, con el corazón fiero y llameante. Nos habíamos conocido en un bar de tapas mientras yo terminaba de releer las últimas hojas de Les Fleurs Du Mal. Ella se sentó sin preguntar y pidió un bocadillo a mi cuenta, sin saber que yo acababa de agotar mis últimas monedas. Aquella tarde salimos corriendo a pierna suelta; el dueño del local nos perseguía rojo de ira con un rodillo de amasar en las manos.


***

Hipólita… cada mañana despertaba aterrado por la fantasía de tu ausencia. Habías llegado tan repentinamente, y tan repentinamente podías volverte a ir… Podría decirse que nuestra unión era un capricho del destino… Tan caprichoso como caprichosa era la forma en que llegabas una noche y luego te ibas por dos, tres, cuatro días hasta que el deseo te trajera de nuevo a mis brazos y mi olfato tratase de descifrar si ese perfume de hombre que llevas encima es el que te dejé la última vez. Tú nunca decías una palabra, ni de dónde venías, ni de adónde ibas, ni sobre cómo ni sobre qué sentías… Nunca escuché esa frase de tus labios ni la escucharías de mí, pero siempre llegabas con un trozo de pan del que no tenías, para compartir con un fugitivo en el mundo de los menesterosos.


***

Yo le escribía poemas a tu cuerpo. Después de las doce, cuando nos quitábamos el letargo de encima, yo los enviaba a los diarios esperando una respuesta. La respuesta nunca llegaba, pero tú siempre aplaudías cada obscenidad nueva que surgía de entre mis líneas. Me gustaba tu sonrisa lujuriosa. Me gustaba plantarte un beso de media luna que resbalase lentamente por tu cuello desnudo, descendiendo lentamente por la redondez de tus pechos blancos y sedosos y cayendo luego desde tu abdomen hasta el orificio final, donde se origina la vida entera, y el máximo placer.


***

La única vez que coincidimos en la calle, además de la primera, fue aquella del teatro de Orange. Yo había entrado a la última función, la que acababa a las diez. Te descubrí entre las actrices interpretando a Ofelia y declarando tu amor a un Hamlet que mi corazón repudió con furia titánica.

Aquella noche lo hicimos como animales. Te azoté hasta que gritaste mil veces que me pertenecías, y me mordiste los labios hasta hacerlos sangrar, pero no lo conseguí. Nunca conseguí algo más que tus gritos de placer o tus abrazos de tristeza al escuchar el quejido de mis tripas vacías.

A la mañana siguiente, con el sol pálido en la ventana cegándome los ojos, y tú, como siempre, con el cuerpo semiabierto, como diosa romana, sintiéndote ama y señora de todo mi ser, me atreví a pronunciar aquella frase que hasta entonces era tácitamente prohibida entre los dos:

    “Me amas…”

    Te levantaste sin contestar. 

    No jugaste a lanzar escupitajos. No te burlaste de mi melancolía. 

    Ni siquiera te vi marchar. 

    Sólo dejaste una nota sobre la mesa… con tu firma y tu huella de labial.

ALEXIEL VIDAM