Por: Alexiel Vidam
Warner Bross acaba de anunciar el estreno Dune Parte 2 –de Denis Villeneuve–,
para el 1 de marzo de 2024, dando final a la odisea que inició en 2021, con el
lanzamiento de la primera parte. Sin embargo, hoy no hablaremos de esta
versión, sino de la que puso el germen del sueño de adaptar Dune, uno de los
pilares de la literatura de ciencia ficción, a la gran pantalla.
Corría 1974. Con el movimiento hippie en la cúspide, un soñador chileno de origen judío-ucraniano, había encontrado en el cine el elemento perfecto para plasmar lo que él consideraba la salvación de las almas; ese soñador, era Alejandro Jodorowsky.
Atraído por el mundo esotérico, el psicoanálisis, la meditación y el uso de sustancias como forma de expandir la mente, había alcanzado el éxito con películas como El topo (1970) y La montaña sagrada (1973), caracterizadas por ser una más bizarra que la otra. Estos films habían triunfado en los festivales internacionales, ganándole al director admiradores de la talla del mismísimo John Lennon.
Sin embargo, el reconocimiento, más allá de aplacar la sed del artista,
tiende a intensificarla, y eso es lo que pasó con Jodorowsky. Por eso, cuando
el productor Michel Seydoux le dijo a “Jodo” que produciría
cualquier película que él quisiera realizar, el ambicioso cineasta no podía
elegir menos que una de las obras más icónicas e importantes de la ciencia
ficción: Dune, de Frank Herbert.
Jodorowsky se había
planteado crear un film cuya visualización imitase los efectos alucinógenos del
LSD, y para él, una
historia compleja y filosófica como Dune,
era el terreno perfecto.
El argumento presentaba una dictadura espacial con un sistema de casas y feudos, en el que se desarrollaba una serie de intrigas y complots. El sistema, además, era sostenido por la extracción y comercialización de la sustancia más preciada del universo: la especia Melange, una droga capaz de expandir la mente, y que era absolutamente necesaria para los viajes espaciales. Esta droga sólo podía obtenerse de un único planeta de condiciones hostiles, oprimido –además– por la tiránica y corrupta casa de los Harkonnen: el planeta Arrakis, más conocido como Dune por su geografía desértica. En medio de este contexto, un mesías surgía para liberar Dune de la represión y devolverles a los nativos el control de la especia; el mesías, era Paul Atreides, heredero de la casa enemiga de los Harkonnen.
Esta premisa, pues, presentaba los elementos
indicados para inspirar una película que, según Jodorowsky, fuese capaz de
cambiar el mundo, de inspirar a la humanidad. Según su propia visión, lo
que pretendía plasmar, era una película sagrada, una experiencia espiritual, y
como tal, requería de guerreros espirituales.
“Guerreros espirituales”; así llamaba él a quienes iba reclutando
para formar parte de su inspirado equipo. Tan ambicioso proyecto necesitaba un
ejército igual de ambicioso, así que dicho ejército incluyó entre sus filas, ni
más ni menos, que a Moebius, Mick Jagger, David Carradine, la
banda Pink Floyd, el mismísimo y reconocidísimo Orson Welles, y el
extravagante genio del surrealismo Salvador
Dalí, quien tendría el cameo más costoso de la historia del cine, con
honorarios de USD$1000 0000 por minuto.
Podríamos considerar que la etapa de
preproducción, propiamente dicha, fue un viaje de transformación espiritual,
pues Jodorowsky se recluyó en un castillo para escribir el guion, y fue
convocando a sus guerreros a través de un discurso heroico que los dejaba
hipnotizados. Por si fuese poco, se obsesionó con que el papel principal –el de
Paul, el Mesías de Dune–, fuese para su propio hijo Brontis, a quien, durante
dos años, sometió a un intenso entrenamiento mental y físico, que incluía seis
horas diarias de preparación marcial durante siete días de la semana. Brontis Jodorowsky, quien entonces tenía 12
años, cuenta que su padre le dijo: “Tú vas a ser Paul, pero tendrás que
prepararte como un guerrero. Aprenderás Karate, aprenderás a hacer
acrobacias, debes desarrollar tu mente”. Literalmente, “Jodo”, quería preparar a Brontis tal y como el duque Leto Atreides
habría entrenado a su hijo Paul.
Brontis Jodorowsky, quien ya había trabajado en El Topo, sería el encargado de dar vida a Paul Atreides.
No obstante, la estrella más brillante también se apaga, y ésta se encendió
con tanta fuerza, que se apagó demasiado pronto. A pesar del asombroso diseño de producción plasmado en un libro que es
una inmensa joya, Hollywood rechazó el proyecto. Lo encontraron demasiado
riesgoso, demasiado distinto, demasiado metafísico, demasiado costoso,
demasiado raro… “demasiado, demasiado, demasiado”. Todos reconocían el talento
y la genialidad en el papel, pero nadie pretendía mojarse. Y así fue como Dune,
de Alejandro Jodorowsky, quedó truncada.
La ironía está en que, así como su mesías se convirtió en un ente cósmico
presente en todos y cada ser de su universo, Dune, la que nunca se hizo,
se ha convertido en un ente inspirador para cada película del género. Su
huella permanece en películas de ciencia ficción emblemáticas, como la saga de Star
Wars, Alien, Prometheus, Blade Runner,
The
Matrix, Terminator, Contact… y, por qué no decirlo, en
la posterior y fallida adaptación de Lynch, cuyo presupuesto frustró la
genialidad del director que, al menos conceptualmente, hizo lo suyo por
retratar el sueño de Jodorowsky. ¿Logrará
Villeneuve, con la segunda entrega de su Dune,
fascinarnos tanto como este proyecto jamás realizado, con el que los amantes de
la ciencia ficción seguimos soñando? Sea como sea, Dune, de Jodorowsky, alcanzó la divinidad: es invisible, pero está
en todas partes.