Por: Alexiel Vidam
“Escuchen, imbéciles de mierda, aquí hay un hombre que va a cortar por
lo sano; un hombre que va a hacer frente a la chusma, a la prostitución, a las
drogas, a la podredumbre, a la basura, y acabará con todo eso…”
No es el discurso que escucharíamos de un Superman… ni
siquiera de un Batman, y es que Travis
Brickle -protagonista de Taxi Driver-
está muy lejos de ser el clásico héroe. Travis es un sujeto alienado y solitario en una ciudad podrida,
donde reinan las drogas, la prostitución y el crimen. Donde la suciedad se
concentra a niveles que no le permiten respirar… ni dormir… Y ya que no
encuentra cura para su insomnio, decide desfogar las ansias de sus “horas de
sobra” manejando un taxi, en esa ciudad que tanto detesta.
Nos encontramos, pues, ante un personaje lleno de paradojas. Un sujeto bonachón, con rasgos demasiado inocentes para ser un ex marine de
una de las guerras más traumáticas de Estados Unidos (la Guerra de Vietnam); en
contraste, un consumidor recurrente de
pornografía… hacia la cual, sin embargo, muestra un interés asexuado,
completamente insensible y desconcertante para el espectador.
Es, al mismo tiempo, un romántico
enamorado de la belleza en su expresión más “pura”, dueño de un corazón
noble y benefactor… pero también un
psicótico, alucinado con lo que él cree es su rol decisivo en el mundo. Esa
misma psicosis, es la que le lleva a dividir su entorno en sólo dos polos
extremos: lo bueno, y lo despreciable. Todo
lo que no es bueno, es basura, y la basura tiene un único y claro destino: el
infierno.
En medio de tanto enredo cerebral, la magia de Scorsese -director de Taxi Driver-, consiste en llevarnos a ver con los ojos de Travis. Nos
identificamos con su indignación, con su soledad, y con sus ansias de “limpiarlo
todo”. Es así que, en una nueva contradicción, Travis se convierte en un héroe citadino, en un salvador de las pocas
dosis de pureza que le quedan a esta ciudad nauseabunda.
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