miércoles, 16 de enero de 2013

La Vida es Sueño (o parece serlo)



Por: José Güich Rodríguez*

The Life of Pi (traducida de un modo bastante ridículo y empobrecedor por los distribuidores del área hispánica como “Una aventura extraordinaria”, según torpe costumbre marquetera), del cineasta Ang Lee, es una de esas raras sorpresas que depara la temporada previa a la entrega de los premios Oscar -dicho sea de paso, está nominada en la categoría “Mejor película”-. Porque, la verdad sea dicha, elaborar una historia sobre un muchacho indio de cultura francesa, sobreviviente de un naufragio junto a un feroz tigre de Bengala -para colmo hambriento y poco dispuesto, claro está, al diálogo-, bien corría el riesgo de convertirse en uno de esos inverosímiles y lacrimógenos artefactos saturados de “mensajes” acerca de que el amor a la vida siempre triunfa sobre todas las dificultades y aquel largo etcétera lindante con la nefasta “autoyuda” y demás charlatanerías.

La prueba ya parecía haber sido sorteada por el novelista canadiense Yann Martel, quien con su novela homónima (en la cual esta película se basa), rechazada al principio por cinco editoriales antes de su publicación, alcanzó un éxito inusitado cuando la sexta casa no le cerró las puerta en la cara mediante la clásica y aséptica fórmula “tiene grandes méritos pero no está dentro de nuestros planes”. Más de un gerente-editor se habrá arrancado los cabellos luego. Bien merecido se lo tendrían los ineptos.

La película de Lee, un realizador chino de prestigio incorporado a la gran industria, también brinda pruebas suficientes de haber enfrentado el reto, al trasladar el texto de Martel a la pantalla sin que se precipite por la borda el espíritu del original, es decir, un relato “robinsoniano” por excelencia (con isla y palmeras incluidas) que maneja con soltura e imaginación distintos niveles de realidad, aspecto al que volveremos luego. A ello se suma una inteligente capa de humor, en un registro muy diferente al de las convenciones norteamericanas, menos sutiles y, por lo general, poco elaboradas.

Piscine Molitor Patel (llamado Pi para evitar confusiones con el vocablo inglés “Piss” -miccionar- y las consabidas burlas de sus compañeros), nombre que el protagonista recibe a causa de la extravagante afición de su padre por las piscinas, crece en un mundo en el cual la racionalidad de los progenitores (él, un emprendedor hombre de negocios, dueño de un zoológico; ella, de formación científica) y las ansias precoces del muchacho (lector voraz de Verne y otros) por experimentar diversas espiritualidadeshindú, cristiana y musulmana- establecen una pugna interior que marca profundamente al personaje. Así rompe los fuegos  la película: Pi, ya adulto, narra a un escritor en busca de inspiración la increíble peripecia de 277 días en el océano Pacífico, a merced de los elementos desencadenados. Este segmento introductorio de la cinta funciona a la manera de una educación sentimental que incluye duras pruebas, como aquella escena en que el tigre,  llamado, por un curioso error de registro, Richard Parker, devora a una pobre cabra, pues el padre quiere demostrarle que no hay “alma” en animales salvajes. Por otro lado, Pi deberá separarse de una bella muchacha, su iniciación amorosa.

En el segundo segmento se produce el “viaje robinsoniano” propiamente dicho. El barco japonés en el que se traslada la familia, huyendo de la crisis política de la India, naufraga en medio de una tempestad, acabando con la vida de toda su familia (padres y hermano mayor) y de la tripulación. La mayoría de los animales del zoológico -que viajaban en el buque para ser vendidos en Canadá- perece. Pi sobrevive en un bote con reservas de alimentos, cartillas de instrucciones y agua para algunas semanas.

En este punto, las ambigüedades entre realidad y fantasía comienzan a enhebrarse de un modo tan hábil y virtuoso,  que el espectador se sumerge sin problemas en las acciones en principio no muy creíbles (el hecho, por ejemplo, de que un débil y agotado Pi sea capaz de permanecer indemne a los ataques del fiero tigre quien, aunque mareado, podría devorarlo en cualquier momento, como hace la bestia con una hiena y los restos de una cebra, así como el de un orangután hembra que también se refugiaron en el bote). Luce como un valor en sí mismo la brillante parafernalia visual a la que Lee es tan adepto –recuérdese la magnífica El Tigre y el Dragón-: aquí son  seres marinos fosforescentes, cielo tachonado de estrellas, lunas llenas majestuosas y tormentas que por milagro no se llevan al otro mundo a Pi, al tigre y las embarcaciones (el bote y una especie de chalupa que el muchacho arma con remos, salvavidas y todo lo que puede cargar en él; esta le permite marcar una precaria frontera con el animal vía una soga). La lógica resulta contundente: el tigre es un felino que nada muy bien y no le costaría nada llegar hasta el chico cuando el hambre lo enloquezca; en consecuencia, debe alimentarlo con peces y entrenarlo, de tal modo que lo considere “Alfa” y no intente almorzarlo. De este modo, la relación entre hombre y bestia se fortalece y cambia de sentido.

El arribo a una misteriosa isla flotante, de frondosa vegetación y habitada por una inmensa colonia de suricatos reconfigura la ambivalencia entre lo real y lo quizás soñado por Pi, aunque nunca se resuelve de todo ese conflicto o las sospechas alrededor de que lo que presenciamos no es la única versión de la anécdota. La isla aparenta poseer conciencia propia, dada una serie de señales tanáticas que el náufrago descifra y que lo obligarán a reemprender la travesía, siempre en compañía del tigre, quien ha sabido banquetearse  su gusto con la población de suricatos. El ciclo se completa cuando,  al borde de la muerte, con la reserva agotada, los náufragos tocan las costas de México. La desaparición de Richard Parker entre los árboles marca el cierre de esta sección.

En la tercera parte, la más breve, Pi narra al novelista su rescate e interrogatorio, por parte de representantes de la compañía naviera, en torno de las causas del naufragio. Pi les cuenta la versión que ya conocemos; ella no convence para nada a los japoneses, ansiosos por satisfacer las exigencias de la compañía de seguros. Forzado por las circunstancias, teje otra historia,  brutal, descarnada y que propone una lectura distinta de los acontecimientos a partir de esa indefinición entre lo que nunca termina de ser real o bien, imaginado, pues no hay manera de establecer una delimitación entre los dos ámbitos. Ese, pienso, es uno de los mayores logros de esta producción que, si bien es cierto, no hace explícito el perseguir honduras metafísicas o artísticas, logra convocarlas mediante el simple arte de relatar con sobriedad una aventura insólita. Esta se va tornando verosímil a medida que desarrolla, de un modo natural y espontáneo, la encrucijada de terrores humanos descrita a lo largo de sus dos horas de duración.  Nos instala en un campo minado donde campean el escepticismo y la imaginación fantasiosa como extremos de una balanza que le permite a  nuestra especie superar las trampas impuestas por el mundo y no enloquecer ante ellas. No he visto Lincoln aún, pero intuyo que The Life of Pi debe de ser una de sus más fuertes competidoras.


*Escritor. Autor de Los espectros nacionales y El misterio de la loma amarilla, entre otros libros. Es crítico literario y profesor-investigador de la Universidad de Lima.

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