Por: José Güich Rodríguez*
The Life of Pi (traducida de un modo bastante ridículo y
empobrecedor por los distribuidores del área hispánica como “Una aventura extraordinaria”, según
torpe costumbre marquetera), del cineasta Ang
Lee, es una de esas raras sorpresas que depara la temporada previa a la
entrega de los premios Oscar -dicho
sea de paso, está nominada en la
categoría “Mejor película”-. Porque, la verdad sea dicha, elaborar una
historia sobre un muchacho indio de cultura francesa, sobreviviente de un
naufragio junto a un feroz tigre de Bengala -para colmo hambriento y poco
dispuesto, claro está, al diálogo-, bien corría el riesgo de convertirse en uno
de esos inverosímiles y lacrimógenos artefactos saturados de “mensajes” acerca
de que el amor a la vida siempre triunfa sobre todas las dificultades y aquel
largo etcétera lindante con la nefasta “autoyuda” y demás charlatanerías.
La prueba ya parecía haber sido sorteada por el novelista
canadiense Yann Martel, quien con su
novela homónima (en la cual esta
película se basa), rechazada al principio por cinco editoriales antes de su
publicación, alcanzó un éxito inusitado cuando la sexta casa no le cerró las
puerta en la cara mediante la clásica y aséptica fórmula “tiene grandes méritos
pero no está dentro de nuestros planes”. Más de un gerente-editor se habrá
arrancado los cabellos luego. Bien merecido se lo tendrían los ineptos.
La película de Lee, un realizador chino de prestigio
incorporado a la gran industria, también brinda pruebas suficientes de haber
enfrentado el reto, al trasladar el texto de Martel a la pantalla sin que se
precipite por la borda el espíritu del original, es decir, un relato
“robinsoniano” por excelencia (con isla y palmeras incluidas) que maneja con
soltura e imaginación distintos niveles de realidad, aspecto al que volveremos
luego. A ello se suma una inteligente capa de humor, en un registro muy
diferente al de las convenciones norteamericanas, menos sutiles y, por lo
general, poco elaboradas.
Piscine Molitor Patel
(llamado Pi para evitar confusiones
con el vocablo inglés “Piss” -miccionar- y las consabidas burlas de sus
compañeros), nombre que el protagonista recibe a causa de la extravagante
afición de su padre por las piscinas, crece en un mundo en el cual la
racionalidad de los progenitores (él, un emprendedor hombre de negocios, dueño
de un zoológico; ella, de formación científica) y las ansias precoces del
muchacho (lector voraz de Verne y otros) por experimentar diversas espiritualidades –hindú, cristiana y musulmana- establecen una pugna interior que marca
profundamente al personaje. Así rompe los fuegos la película: Pi, ya adulto, narra a un
escritor en busca de inspiración la increíble peripecia de 277 días en el océano Pacífico, a merced de los
elementos desencadenados. Este segmento introductorio de la cinta funciona a la
manera de una educación sentimental que incluye duras pruebas, como aquella
escena en que el tigre, llamado, por un curioso error de registro, Richard Parker, devora a una pobre
cabra, pues el padre quiere demostrarle que no hay “alma” en animales salvajes.
Por otro lado, Pi deberá separarse de una bella muchacha, su iniciación
amorosa.
En el segundo segmento se produce el “viaje robinsoniano” propiamente dicho. El barco japonés en el que
se traslada la familia, huyendo de la
crisis política de la India,
naufraga en medio de una tempestad, acabando con la vida de toda su familia
(padres y hermano mayor) y de la tripulación. La mayoría de los animales del
zoológico -que viajaban en el buque para ser vendidos en Canadá- perece. Pi sobrevive
en un bote con reservas de alimentos, cartillas de instrucciones y agua para
algunas semanas.
En este punto, las ambigüedades entre realidad y fantasía
comienzan a enhebrarse de un modo tan hábil y virtuoso, que el espectador se sumerge sin problemas en
las acciones en principio no muy creíbles (el hecho, por ejemplo, de que un
débil y agotado Pi sea capaz de permanecer indemne a los ataques del fiero
tigre quien, aunque mareado, podría devorarlo en cualquier momento, como hace
la bestia con una hiena y los restos de una cebra, así como el de un orangután
hembra que también se refugiaron en el bote). Luce como un valor en sí mismo la
brillante parafernalia visual a la que Lee es tan adepto –recuérdese la magnífica El Tigre y el Dragón-: aquí
son seres marinos fosforescentes, cielo
tachonado de estrellas, lunas llenas majestuosas y tormentas que por milagro no
se llevan al otro mundo a Pi, al tigre y las embarcaciones (el bote y una
especie de chalupa que el muchacho arma con remos, salvavidas y todo lo que
puede cargar en él; esta le permite marcar una precaria frontera con el animal
vía una soga). La lógica resulta contundente: el tigre es un felino que nada
muy bien y no le costaría nada llegar hasta el chico cuando el hambre lo
enloquezca; en consecuencia, debe alimentarlo con peces y entrenarlo, de tal
modo que lo considere “Alfa” y no intente almorzarlo. De este modo, la relación
entre hombre y bestia se fortalece y cambia de sentido.
El arribo a una misteriosa isla flotante, de frondosa vegetación
y habitada por una inmensa colonia de suricatos reconfigura la ambivalencia
entre lo real y lo quizás soñado por Pi, aunque nunca se resuelve de todo ese
conflicto o las sospechas alrededor de que lo que presenciamos no es la única
versión de la anécdota. La isla aparenta poseer conciencia propia, dada una
serie de señales tanáticas que el náufrago descifra y que lo obligarán a reemprender
la travesía, siempre en compañía del tigre, quien ha sabido banquetearse su gusto con la población de suricatos. El
ciclo se completa cuando, al borde de la
muerte, con la reserva agotada, los náufragos tocan las costas de México. La desaparición de Richard
Parker entre los árboles marca el cierre de esta sección.
En la tercera parte, la más breve, Pi narra al novelista su
rescate e interrogatorio, por parte de representantes de la compañía naviera,
en torno de las causas del naufragio. Pi les cuenta la versión que ya
conocemos; ella no convence para nada a los japoneses, ansiosos por satisfacer
las exigencias de la compañía de seguros. Forzado por las circunstancias, teje
otra historia, brutal, descarnada y que
propone una lectura distinta de los acontecimientos a partir de esa
indefinición entre lo que nunca termina de ser real o bien, imaginado, pues no
hay manera de establecer una delimitación entre los dos ámbitos. Ese, pienso,
es uno de los mayores logros de esta producción que, si bien es cierto, no hace
explícito el perseguir honduras metafísicas o artísticas, logra convocarlas
mediante el simple arte de relatar con sobriedad una aventura insólita. Esta se
va tornando verosímil a medida que desarrolla, de un modo natural y espontáneo,
la encrucijada de terrores humanos descrita a lo largo de sus dos horas de
duración. Nos instala en un campo minado
donde campean el escepticismo y la imaginación fantasiosa como extremos de una
balanza que le permite a nuestra especie
superar las trampas impuestas por el mundo y no enloquecer ante ellas. No he
visto Lincoln aún, pero intuyo que The
Life of Pi debe de ser una de sus más fuertes competidoras.
*Escritor. Autor de Los espectros nacionales y El misterio de la loma amarilla, entre
otros libros. Es crítico literario y profesor-investigador de la Universidad de
Lima.
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