Por: Alexiel Vidam
Boca arriba, sobre el suelo frío, veo luces blanquecinas que pretenden sacarme de este mundo al cual me aferro. Aparentemente he perdido la capacidad de gritar, porque abro la boca y hago un esfuerzo que surge desde el estómago, pero no sale más que un chillido ahogado y casi imperceptible. Aun así, sé que no puedo darme el lujo de perecer.
De niño, robé en una tienda de historietas. Cuando me encontraron, me dieron una paliza, y luego mi padre me dio otra paliza de aquellas que solía dar. Pero el número de colección Amazing Fantasy #15 brillaba en mis manos, y con él comprendí todo eso de que, a grandes poderes, grandes responsabilidades.
Por eso, cuando desperté mis habilidades, supe que mi supervivencia era más que imprescindible, y que tendría que resistir todas las veces que fuesen necesarias. Tal y como lo hago ahora.
***
A mi alrededor, escucho el sonido de las máquinas que pretenden revivirme. El Dr. Howard es el encargado de curar mis heridas, igual que siempre. Creo que en el fondo mi padre sabía que yo era especial, y por eso me presentó con él en mi décimo primer cumpleaños. Fue el cumpleaños más peculiar que tuve, pues me la pasé en la clínica. Si alguna vez en toda mi vida —incluso en mi oficio de vigilante—, sentí que realmente podía morir, fue en aquella ocasión en que no pude respirar y se me petrificaron las extremidades. Los médicos me pusieron una mascarilla de oxígeno e insistieron continuamente en que todo se resolvería si me concentraba en respirar profundo, pero yo les contestaba que no podía hacerlo. Me estaba ahogando y, lo que es peor, sentía que mis brazos y piernas, inmóviles bajo el efecto de alguna fuerza sobrenatural, eran estiradas con violencia, como si en cualquier momento se fuesen a desprender de mi tronco.
Yo le tenía mucho miedo a morir ahogado… de hecho, todavía me queda el trauma, a pesar de que soy un superhumano. Cuando tenía cuatro años estuve a punto de ahogarme en una piscina. No sé cuánto tardaron en darse cuenta de que me estaba muriendo. Luego mi padre me sacó. Por aquel entonces él todavía era un poco amable. Sin embargo, insisto en que él siempre confió en mí. De otro modo, nunca me habría presentado al Dr. Howard.
—Hola Kyle —me saludó muy sonriente aquella vez.
Yo era un muchacho bastante tímido. Recordemos además que yo estaba casi convulsionando y sin poder mover la mitad de mi cuerpo (para ese momento, la parálisis había avanzado y se había apoderado también del lado izquierdo de mi cara). No pude responder. Eso no evitó que la expresión que otros consideraban intimidante acabase por conquistarme. Después supe que el Dr. Howard tenía fama de ser el más frío en su profesión. “Incluso llegan a considerarme un sádico” —decía a menudo entre bromas—. “Aun así, mis clientes dependen demasiado de mí; saben que soy el mejor”.
El Dr. Howard se había graduado con honores de la escuela de medicina a los 21 años de edad. Tras culminar medicina general, decidió llevar no una, sino dos especialidades, convirtiéndose en el más afamado médico de la ciudad, capaz de restablecer cuerpos y mentes dañadas.
“La cirugía es apasionante” —decía—, “pero no era capaz de llenarme totalmente, querido Kyle. Pronto descubrí que mi interés mayor estaba en la mente humana. Si eres capaz de comprender la mente, eres capaz de comprenderlo todo…”
Y tenía razón. Probablemente por ese dominio suyo sobre el cerebro humano, fue que el Dr. Howard consiguió penetrar en mi mente reprimida, y se quedó conmigo para siempre. Me contó que mi padre le estaba pagando una suma bastante jugosa para que se ocupase de mí.
El Dr. Howard fue el único que pudo sacarme de ese estado de parálisis en el que me encontraba cuando lo conocí. Me devolvió a tierra y, desde entonces, sería el encargado de revivirme después de cada enfrentamiento con la muerte.
***
La siguiente idea me la dio el gato. Mientras recuerdo, siento el vértigo de la siguiente inyección. “Hay que operar de nuevo”, me dicen. Confirmo que realmente me han dañado más que nunca... pero yo siempre me acabo recuperando. Confío en Howard. Soy capaz de poner mi vida en sus manos. Recuerdo que cuando pasó lo del gato, también me salvó. Esa vez mi padre decidió atender la herida de inmediato, pues la cosa se veía bastante más seria.
El gato se llamaba Teseo. Realmente era el gato de mi madre, que había sido muy aficionada a la lectura y a la mitología. Se notaba que Teseo la echaba de menos, pues se la pasaba la mayor parte del tiempo sobre el techo de la habitación de mis padres, o de la biblioteca, donde mi madre también se hallaba buena parte del día.
Un día lo estuve observando desde el jardín. Sobre el tejado, él me observaba fijamente, con sus enigmáticos ojos amarillos. Decidí que mi siguiente prueba sería trepar al tejado y saltar por los techos como lo hacía él.
Subí al ático, que tenía la ventana más elevada de la casa. Me asomé por la ventana, miré hacia abajo y por un momento me abordó esa sensación hipnotizante de saltar que provoca el vértigo. La casa que pertenecía a mi padre y ahora se encuentra a mi nombre, cuenta hasta hoy, nada menos que con tres pisos oficiales y una cuarta planta —el ático— que sigue siendo depósito de los cachivaches familiares (la casa había pasado por tres generaciones). Tragué saliva, respiré profundo y opté por mirar al lado contrario: hacia arriba, desde donde los ojos de Teseo se clavaron fijamente en los míos. Parecía que me estaba desafiando.
Sin pensarlo dos veces, acepté el reto. Me sujeté del marco superior de la ventana e impulsé el cuerpo hacia el exterior. Luego tomé un nuevo empuje y subí una pierna y después —no sin tambalear un par de veces— la otra. Tuve que poner bastante fuerza en los dedos y en las muñecas para no caer de inmediato. La mirada retadora de Teseo no me permitió caer. Me aferré con fuerza y logré sacar el impulso necesario para terminar de subir el cuerpo al tejado. Teseo soltó un maullido apenas me vio subir. Yo me incorporé triunfante.
En el fondo sentía envidia de él. Mi madre, en sus últimos momentos estaba completamente fuera del mundo. No nos reconocía a mi padre ni a mí, pero reconocía a Teseo. Teseo pareció develar mis sentimientos y corrió por el tejado como quien redobla el desafío. Me sentí inspirado por un torbellino de energía vital que me estremecía por dentro y me invitaba a probar mis habilidades ocultas, así que, sin pensarlo dos veces, perseguí al felino por ese terreno irregular y lleno de inclinaciones. Nunca me había sentido tan poderoso. Era como si el vértigo, en lugar de amedrentarme, me alentara más. Teseo saltó y yo salté… una, dos, tres veces… y a la tercera mi pie se atascó con una teja. Y resbalé. Y en mi intento por mantenerme a salvo me sujeté de lo primero que encontré, sin percibir que se trataba de la cola del gato. Yo caí y Teseo cayó conmigo. Por alguna razón yo sobreviví, pero él no.
***
Despierto súbitamente. Mi frente es una roca volcánica recién formada: tiesa y muy caliente. Una mujer se acerca y me coloca un paño húmedo. Me exalto al no reconocerla.
—¿¡Dónde está el Dr. Howard!? —exclamo.
Ella luce intimidada. Percibo en su rostro el nerviosismo de la poca experiencia.
—Tienes fiebre —contesta temblorosa—. Soy la nueva integrante del equipo especial del doctor.
Echo un vistazo al lugar intentando reconocer algún tipo de engaño. Efectivamente, me encuentro en el sótano de la casa, el que mi padre adaptase con toda su fortuna para convertirme en lo que soy hoy en día. De no ser por él y por Howard, yo no sería quien soy. Así que no puedo fallar y echarlo todo a perder.
—¡Exijo ver a Howard! —insisto histérico.
Una energía descomunal se enciende dentro de mí. Levanto el tronco de la camilla con una fuerza desmesurada, nada acorde con mi estado. La mujer se apresura en tomar una jeringa.
—¡No lograrás hacerlo esta vez! —grito— ¿¡Quién se supone que eres ahora!? ¿¡Cómo llegaste hasta aquí!?
Mi fuerza siempre ha llegado cuando estoy furioso o eufórico. Soy un sujeto con picos de adrenalina que le hacen indestructible. La mujer se acerca temblorosa. Siento que mis ojos se encienden. Sin darle tiempo a inyectarme, la sostengo de los cabellos y la levanto. De pronto, una voz me interrumpe.
—Suéltala, Kyle.
La voz parece apagar mi energía instantáneamente. Caigo como una roca sobre la camilla. Suelto a la mujer bruscamente; ella impacta contra el suelo. Howard corre hacia ella.
—¿Se encuentra bien, señorita Sommers? —pregunta Howard a la enfermera.
Ella asiente temerosa y con gesto de dolor.
—Suele pasarle después de una batalla intensa —le dice él.
Yo me siento tan avergonzado que no puedo pronunciar palabra. De hecho, con las justas puedo respirar con normalidad. Mis poderes se van cada vez que me siento avergonzado o humillado. Es difícil dominar este tipo de habilidad. Por eso Howard debe medicarme periódicamente.
—Déjame adivinar… —dice Howard acercándose— ¿Otra vez la pesadilla del gato?
—Creí… que era Transmutador —contesto agitado.
***
Cierro los ojos. A veces la mejor manera de huir es, simple y sencillamente, cerrar los ojos. Recuerdo cuando por fin me convertí en Maniac Mask.
Aunque pareciese necedad suicida, mis intentos por despertar mi habilidad oculta continuaron luego del accidente del tejado. Para entonces, mi padre ya había comenzado a ambientar el sótano. Lo primero, fue crear la sala de atención médica: un consultorio con una pequeña sala de operaciones sólo para mí. La guarida como tal se iría construyendo año tras año. Entre tanto, yo me las ingeniaba para saltar a los techos vecinos, enterrarme de cuerpo completo en el jardín, comer vidrio, meter el brazo en una fogata y otros tantos retos que para otros serían una completa locura. Previa a cada intento, sentía esa emoción descomunal. Veía en mi mente los ojos de Teseo otra vez y el miedo desaparecía. Entonces, parecía volverme inmortal… o al menos mientras durase la hazaña.
Luego de realizarla y de observar mis progresos, caía en una profunda depresión durante tres o cuatro días. Observaba en mi cuerpo las nuevas cicatrices y recordaba los órganos reventados en el cuerpo inerte de Teseo. Me quedaba encerrado en el cuarto y sólo Howard me consolaba.
Continuará...
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